Dientecillos

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jueves, 23 de diciembre de 2010

La sonrisa oculta

Una chica rubia entró por la puerta con un bolso lo bastante grande como para llevar una carpeta de folios sin ser doblada. Claudine se marchó junto a Elmer y se despidieron de Adelice tras saludar cordialmente a Bernice. Se perdieron tras la puerta y la rubia le preguntó a la niña qué era lo que le apetecía hacer. La pequeña no contestó y subió las escaleras. A medio camino, se dio la vuelta y se sentó en los escalones. Miró un momento a la extraña y le comentó que quería jugar con sus muñecas, pero que debía ir a su habitación para ello. Bernice le preguntó si podía jugar ella también, y la niña no se opuso. Subieron las escaleras azuladas-el azul era debido a la moqueta que recubría los escalones y gran parte de la casa-, y se dirigieron a la habitación de la pequeña. Al entrar, Bernice percibió que era un dormitorio muy sencillo, compuesto principalmente por una cama, un escritorio desgastado por los años y un armario empotrado.

Adelice se sentó en la cama y agarró una muñeca de la mesilla de noche y se la entregó a Bernice. Ambas estuvieron jugando durante largo rato. Las historias de las muñecas eran traumáticas. Al ver que la niña decía aquellas cosas, Bernice decidió preguntarle en la cena algunas cosas. Pidieron pizza para cenar y Adelice quedó sorprendida, hacía mucho que no tomaba pizza, su hermano no le dejaba pedir comida de fuera, siempre la obligaba a hacer el menú propio de casa a ella. Cuando llegó el repartidor, Bernice le despachó todo lo rápido que pudo y se dispusieron a comer. Cuando recogieron, Bernice se fijó en que había una patata pinchada en su base, puesta sobre un vaso con agua. Le preguntó a Adelice que si era algo del colegio y ésta le explicó detalladamente lo que era. Bernice había conseguido lo que no había conseguido su hermano, hacerla sonreir. Adelice, al ver que estaba tan cómoda en compañía de la niñera, decidió contarle su mayor secreto, aquél que mantenía oculto y le atormentaba día y noche, pues cada día temía por la reacción de su hermano al llegar a casa.

Bernice quedó paralizada cuando escuchó aquellas palabras, pero decidió que no podía tomar cartas directamente en el asunto, pues podría ser peor; Adelice podría terminar en un internado. Al final decidió quedarse a dormir con ella, para que al menos esa noche no pudiera agredirla.

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lunes, 20 de diciembre de 2010

Nuevo hogar

Salió de allí sin mirar atrás. No quería sentir compasión por aquél que yacía desangrado en el suelo, lamentándose y desfigurando la voz con palabras hirientes y malsonantes. Las palabras ya no le dolían a la pequeña, sabía que aquello que decía Elmer sólo era un efecto secundario provocado por el dolor y la impotencia que le suponía no poder atacarla y hacerla sufrir de nuevo.

Se dirigió a su habitación y se vistió a prisa, cogió una falda plisada, un jersey de manga larga y unos calcetines largos que le crubían las piernas hasta las rodillas. En todas las prendas dejó una mancha de sangre significativa debido a que las manos aún estaban enrojecidas e impregnadas por el líquido escarlata que había brotado de las heridas que le había propinado a su hermano. Preparó una mochila con algo de ropa y cuando hubo terminado, bajó las escaleras -con la mochila a la espalda- y se calzó al estar frente a la puerta de entrada. Giró el pomo con desconfianza y miró atrás, encontrándose unos escalones vacíos y fríos a pesar de que estaban cubiertos con una fina moqueta azul. Por un instante se quedó inmóvil, pensando que echaría de menos aquello, pues había vivido allí desde que su hermano cumplió la mayoría de edad y pudo encargarse de ella personalmente. Hasta entonces siempre habían ido de família en família, buscando refugio por tiempo indefinido.

Apartó los pensamientos buenos que le abordaban y recordó todo lo que le había hecho sufrir Elmer, reviviendo la imagen de su estado actual en el baño. Cerró la puerta cabreada, molesta consigo misma por pensar que era una mala idea irse de allí y dejarlo sólo, aunque fuera por un momento. Nunca le perdonaría a la conciencia que hubiese jugado con ella en momentos tan decisivos. Miró al oscuro firmamento y se dispuso a andar, pero el miedo a que alguien le parase y preguntase por sus manchas de sangre hizo que el paso fuera en contínuo aceleramiento. Correteaba sin destino por las calles oscuras, iluminadas por las suaves luces de las farolas en una noche nublada. Dobló una esquina y advirtió que estaba en el parque que quedaba detrás de su colegio, allí donde los niños, al salir de clase, se esparcían cada tarde. Ahora no había más que unos columpios solitarios, un tobogán pesaroso y un jardín tenebroso.

Se acercó a los columpios y les hizo un poco de compañía, dejó al lado la mochila, y se sentó en uno de ellos. Empezó a balancearse y el viento le meció los cabellos al compás de los chirridos de las cadenas que sujetaban el asiento donde Adelice apoyaba las asentaderas. El columpio hizo que la adrenalina despejara a la niña, empujara sus penas hacia los tobillos y pensara con más claridad. Frenó con los pies, levantando un poco de tierra con las botas. Agarró la mochila y agachó la cabeza. No tardó mucho en levantarse y echar a andar. El destino esta vez era claro, no quería pasar una noche fuera de casa, pero tampoco deseaba volver con su hermano, así que se dirigió al único lugar en el que sabía que no sería rechazada.

Llegó a una puerta iluminada por las luces que presentaban la entrada. Llamó al timbre y esperó impaciente que alguien saliera a recibirla. No tardaron en recibirla, pues una chica rubia abrió la puerta. La reconoció al instante y preguntó el porqué estaba allí. Cuando Adelice le contó que no podía volver a casa, Bernice la invitó a entrar. Entonces vio las heridas en las manos que tenía la niña, preguntó qué había hecho y Adelice no tuvo más opción que contárselo. Mientras tanto, Bernice le curaba las heridas de las manos y se las vendaba. Una vez estuvieron los cortes cubiertos con vendas, le enseñó un lugar donde dormir, aunque antes le preparó un vaso de leche con una cañita, ya que las manos le habían quedado inutilizadas. La niña tomó la leche mientras observaba la pecera con admiración. No es que le apasionaran los peces, pero los colores la mantenían entretenida. Decidió que cuando tuviera las manos sanas, los dibujaría para Bernice en motivo de agradecimiento.


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miércoles, 15 de diciembre de 2010

Motivos de venganza

El rostro de Ione vendado demostraba que había sufrido un grave accidente. Ella odiaba a Kearney por haberle destrozado el rostro y más aún por motivos injustificados. Su hija, Claudine, acababa de llegar al hospital y aún no entendía cómo su padre podía haberle hecho tal atrocidad a su madre, aquella mujer que siempre confió en él. La ira invadió a la niña por un momento, pero unas lágrimas recorrieron sus mejillas al recordar lo que el agresor de su progenitora le había hecho a ella no hacía mucho.

-¿Por qué lloras, Claudine? Deberías alegrarte de que no me ha hecho más que esto. Ya se las verá en los juzgados ese mal nacido-miró al cuenco de agua en el que flotaba la bayeta y se entristeció con pensar que no volvería a verse al espejo como aquella mujer hermosa que, temprano se levantaba para arreglarse e ir a trabajar.
-Mamá, tengo que contarte algo. Papá, no me quiere. Él dice que sí, pero yo creo que a tí tampoco te quiere.
-Qué quieres decir con eso?-quiso saber la mujer de la cara vendada.
-Mamá, sé que él no quiere que te lo diga, pero me da igual. Él, y su amigo, cuando Jade y tú estábais de compras...
-¿Sí...?-exclamó intrigada.
-Ellos me dijeron que me desnudara y luego...me tocaron ahí...y luego...

Las lágrimas inundaron la voz de la niña, quebrantándola y ahogando las palabras en un húmedo pozo de gotas saladas.
Ione, quien había estado siempre orgullosa de estar casada con un hombre digno de respetar, enfureció con la historia que le contó su hija. Kearney merecía algo más que unos años de castigo en la cárcel o donde fuera, además de que le había destrozado el rostro, había mancillado la inocencia de su propia hija, y eso no lo podía pasar por alto.

-No te preocupes cariño. Ni Fritz, ni Kearney volverán a nuestras vidas. Prometo que me encargaré personalmente de que esos desgraciados no te vuelvan a molestar, ni a tí ni a nadie.


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Hostil recepción

Ione había llegado de trabajar cuando dejó el paraguas en el paragüero del recibidor. Kearney le recibió con un atípico hola. Ione se extrañó y le preguntó el porqué de ese saludo tan fríbolo. Él sólo contestó que no se encontraba muy bien y que debía hablar con ella de algo importante.

Se sentaron junto al sofá y ella esperó a que él le explicara lo que fuera que debía explicarle. El pelo, aún húmedo por la lluvia, lloraba por sus hombros, humedeciéndole el jersey que le había regalado Claudine para su cumpleaños. Él se acercó con un vaso de lo que parecía ser una bebida destilada y comenzó a exponer su argumento.

-Creo que deberías contarme lo tuyo con Louie, o al menos, decirme qué hay entre vosotros.
-¿Cómo puedes pensar que tengo algo con él?-Preguntó ofendida.
-He visto como te mira. ¿Crees que puedes invitarlo a mi casa y hacer ver que no hay nada entre vosotros dos?
-Lo siento, pero no entiendo tu postura. Realmente esto es absurdo, Kearney.

Se levantó del sofá y cuando lo hizo, él arrojó el contenido del vaso contra ella. El líquido le consumió parte de la cara y le abrasó la mano con la que intentó protegerse. Mientras, su marido gritaba por todo lo alto:

-Ya no te volverá a mirar de esa manera lasciva. Ni siquiera podrá pensar que eres la mujer más guapa del mundo, pues ahora serás un monstruo a los ojos de los demás. Aunque para mí, seguirás siendo mi mujer.

El ácido corroía la bella tez de Ione, deshaciéndola, desgarrándola y deformándola; creando una masa uniforme, compacta y abullonada. El dolor la aprisionó en un círculo de tortura, la visión se le nubló hasta el punto de ser inhibida y los golpes de su marido hacia ella junto a los gritos que le dedicaba, eran más intensos. Cayó al suelo y él la hizo levantar para seguir arreándole golpes. Cuando se cansó de ver que ella no colaboraba a la hora de recibir órdenes, le pateó el estómago reiteradas veces. No estuvo satisfecho hasta que ésta escupió sangre por la boca, sangre que manchó la alfombra que adornaba la sala, aquella que fue un regalo de bodas por parte de los padres de ella.


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sábado, 11 de diciembre de 2010

Conversación telefónica

El agua de la cacerola hervía frenéticamente. Las gotas deseaban escabullirse del cuenco que las retenía en ebullición, dándole calor y volviendo a algunas en estado gaseoso. El vapor subía formando una columna blanquecina que iba desde la olla hasta el extractor. Helga reguló el fuego y agarró el teléfono de nuevo.

-Pues, como te iba diciendo...Fritz es un hombre que me hace sentir viva.

Al otro lado del teléfono Ione le regañaba por estar coqueteando con un hombre casado. Al fin y al cabo tenía razón, aquella relación tenía más complicaciones que beneficios. Él engañaba a su esposa y ella hacia lo propio con su marido. Helga tenía buenas razones para hacer aquello. Hacía mucho que Helga no sentía nada por un hombre y Fritz le estaba dando todo lo que ella quería, alguien que estuviera por ella, se preocupara por su bienestar y dejara de tratarla como un trapo.

-No des la brasa. Él me ha dicho que la dejará por mí, pero que de momento hay una deuda que le mantiene unido a ella. Cuando logre saldarla hará las maletas y nos marcharemos a algún lugar, lejos de aquí.

Ione volvió a gritar y provocó que Helga se separara del aparato para evitar que éste le destrozara el tímpano. Cuando oyó que se había calmado el tono de su amiga, volvió a acercarse el teléfono a la oreja.

-Bueno. Será mejor que te deje. Está a punto de llegar Louie y no quiero que la comida sea un motivo más para otra bofetada.

-Como te ponga la mano encima lo denuncio-Espetó Ione desde el otro lado del teléfono.

-Será mejor que no pase eso, entonces sí que me habré metido en un buen lío. Él me quiere, seguro que no lo hace con la intención de hacerme daño. Yo sé que en el fondo no quiere hacerme daño.

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Inesperada confesión

Tiraban piedras al río, salpicando y ahuyentando a los peces que pudiera haber nadando tranquilamente por allí. Un perro abandonado jugueteó con ellas mientras el Sol empezaba a esconderse por entre los edificios. Tras pasar una tarde fenomenal, las hermanas se miraron fijamente. Era como mirarse en un espejo, pues ambas poseían los mismos rasgos faciales. No eran exactamente iguales, pero físicamente eran prácticamente idénticas. Decidieron confesarse secretos íntimos que a nadie más revelarian y rieron tras proponer la misma idea. Darlene fue la primera en confesar algo.

-He terminado la última tableta de chocolate-dijo sin parar de reír-. Ya verás cuando mamá lo vea... Bueno, te toca.

-Estoy enamorada-contestó Bernice, sonrojada-. Aunque no voy a decir de quien.

-¿Ah, sí? Yo también estoy enamorada. De hecho, hace una semana que estoy saliendo con un chico.

-No me habías dicho nada!-refunfuñó Bernice.

-Tú tampoco.

-Bueno, dime como es.

-Es un amigo de Claudine. Se llama Gable. Lo conocí hará un mes, mientras hacía cola para el cine. Empezamos a hablar y al final pues quedamos más veces y bueno... acabó pidiéndome que saliera con él.

La respuesta dejó paralizada a Bernice, quien se reprimió las ganas de gritar y agachó la cabeza momentánaeamente. No tardó mucho en forzar una sonrisa y darle la enhorabuena a Darlene, quien siempre había sido mejor que ella en todo. Incluso en el tema del amor se le había adelantado. De hecho, Bernice creía que en lo único que superaba a su hermana era en que había nacido segundos antes. En los demás aspectos, Darlene era mejor que ella. Nada más lejos de la realidad, pues Darlene admiraba a su allegada como la que más.

-¿Me dirás cómo se llama el chico que te gusta?-comentó la hermana menor.

-Elmer-Mintió Bernice-. Se llama Elmer.

-Pero ese es el chico que le gusta a Claudine, ¿no?

-Sí. Por eso no quiero que se lo digas a nadie. Me da vergüenza. Me gusta el mismo chico que le gusta a mi mejor amiga. Será mejor que me olvide de él. No quiero que sea un problema para nuestra amistad.

Lanzó otra piedra al río y le hizo saber a Darlene que era muy tarde para estar en la calle. Regresaron a casa mientras comentaban momentos que habían vivido juntas, y en compañía de amigos en común.


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miércoles, 1 de diciembre de 2010

Celoso cónyuge

Ione se sonrojó cuando Louie afirmó que era una de las mujeres más bellas que había visto jamás. Helga no le dio importancia al comentario, pues su matrimonio no estaba en auge. Sentir celos habría demostrado que aún no quería separarse de su esposo, sin embargo, Kearney vio aquello como una amenaza. Claudine y Bernice se escondían tras las faldas de sus respectivas madres, tímidas. Helga empujó hacia adelante a Bernice e Ione hizo lo propio con Claudine. Estuvieron unos segundos en silencio, mirándose como si no hubieran visto una niña de su misma edad jamás hasta que Ione las presentó y las invitó a columpiarse juntas en el patio trasero de su casa. Ambas corrieron impacientes hacia allí de inmediato, dejando a solas a los cuatro adultos.

-Es una pena que Darlene no haya podido venir-comentó Ione mientras veía como las niñas desaparecían al final del pasillo.
-Bueno, ya sabes. Le encanta esquiar, y Bernice no puede ir por culpa del vértigo-dijo Helga.
-¿Os apetece un café?-invitó gentilmente Kearney-Tengo una gran colección de cafés internacionales. Café de brasil, italiano...

Kearney dejó de hablar cuando vio que Louie seguía con la mirada fija en Ione. Dejó estar la estantería de las urnas de café y se dirigió al lugar en el que se encontraban los demás.

-Tenéis una casa muy bonita y bien decorada, Ione-comentó Louie.
-Muchas gracias-agradeció la dueña de la casa.
-Ione, creo que tu marido decía algo sobre tomar café. Por favor, a mí un espresso.
-Cierto. Cariño, voy al lavabo y de paso aprovecharé para mirar cómo están las niñas. Mientras tanto, ve preparando el café.

Ione se perdió tras llegar al fondo del pasillo y Louie la resiguió con la mirada mientras se alejaba. En cambio, Helga mostró un interés inusual por la cafetera de Kearney. Ella llenó el recipiente con agua de una botella que yacía en la encimera y él asentó el café molido en la cafetera y la cerró. Encendió el fuego y puso a hervir la cafetera.

-Bueno, será mejor que os sentéis. Ya os traigo yo el café.

Los llevó a la mesa y los dejó a solas un rato lo suficientemente largo para que ambos se sintieran incómodos. Kearney hablaba desde la cocina, pero no le prestaban atención. Apareció de nuevo Ione en el comedor y se dirigió a la cocina sin mostrar interés por los invitados. Besó apasionadamente a Kearney, quien no se esperaba aquella muestra de afecto en ese momento.

Una vez ya estaba el café preparado, ambos llevaron las tazas a la mesa. Allí hablaron de cosas tan aburridas como política e hipotecas hasta que se hizo tarde. Entonces fueron a por las niñas y despidieron a sus invitados. Kearney aún seguía molesto por los comentarios y las miradas que dedicaba Louie hacia su mujer, así que se lo hizo saber a Ione. Ésta sólo pudo reir por el comentario.

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